El cielo no puede estar más negro. Son las 7 de la mañana cuando nos levantamos para aprovechar el tiempo al máximo y poder visitar la antigua ciudad de Harar.

Por suerte, los dioses se han confabulado para detener la lluvia justo en el momento que nos disponemos a salir del hotel. A poca distancia entramos a la parte antigua por una de las cinco puertas que dan acceso a la histórica ciudad.

La luz está tamizada por las nubes. La temperatura es fresca y permite que los sentidos puedan disfrutar al máximo de las sensaciones que desde el primer momento se reciben cuando se pasea por sus callejuelas.

El tiempo parece haberse detenido en este lugar. Un estratégico enclave que tiene sus orígenes en el siglo XIII cuando empezó siendo un importante centro comercial. Los musulmanes consiguieron mantener el Islam en el interior de sus murallas a pesar de estar rodeados de poblaciones cristianas.

Las murallas siguen presentes, así como la organización urbana que irradia desde una plaza central. Tiene más de ochenta mezquitas que conviven perfectamente con las iglesias cristianas, todo un ejemplo a seguir de tolerancia y respeto.

Paredes encalas de blanco y de vivos colores, casas de piedra que mantienen su estilo desde hace siglos, barandas de madera que apenas soportan ya el paso del tiempo y que son inspiración de las casas indias, calles estrechas y empedradas, mercados por doquier teñidos de mujeres de increíbles colores. Los juegos de volúmenes, luces y sombras son el escenario de la vida incesante de su población.

Hoy es viernes y estamos en Ramadán . Consigo que me autoricen a meterme en el interior de la gran mezquita y acompañarles en la oración. Para llegar hasta la puerta hay que sortear decenas de tullidos, enfermos y minusválidos que esperan la limosna de los fieles, uno de los cinco pilares del Islam. Durante los casi 45 minutos que permanecí en el interior sentí la solemnidad de algo que siempre había visto desde afuera. A pesar de estar autorizado para fotografiar, preferí casi no tocar la cámara. Era como estar profanando un momento muy sagrado.

No me extraña que esta ciudad haya sido declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. Puede que sea la ciudad que más me ha impresionado de todas cuantas he visitado por el mundo. Me siento en ella como un viajero del pasado y, por si todo lo sentido no hubiera sido suficiente, tengo la suerte de vivir una experiencia increíble: dar de comer con mis manos a hienas salvajes.

Una de las tradiciones no perdidas de esta ciudad es la de dar desde hace muchísimos años, de comer carne a las hienas que se aproximan hasta una de las puertas de la muralla. A la llamada de un personaje que ha continuado la tradición de forma hereditaria, aparece una manada compuesta por cinco hienas que buscan la carne justo después de ocultarse el sol. El señor me invita a poder dar a los animales la carne con mis manos  y con la ayuda de un palo. Mientras me quitan el alimento puedo olerles y rozarles, una sensación que permanecerá para siempre. Un gran regalo en esta expedición. Dos de mis compañeros, Pilar y Luis también quisieron sentir esta especie de llamada de África. El día ha sido tan especial que no sé si lo que nos espera a partir de mañana podrá satisfacer de igual modo lo experimentado hoy.

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