Son las 5:20 de la mañana cuando salimos del hotel. Noche cerrada y calles vacías. Mohamed, el propietario de la agencia que nos ha vendido los billetes de autobús, nos ha venido a buscar para llevarnos a la estación de autobuses.

Hemos recorrido unos diez kilómetros y nos acercamos a la estación. Portadores de equipajes, taxis, gente corriendo con grandes fardos en la cabeza, mujeres policías vestidas de blanco, con falda y calcetines altos. Un especie de colegialas dirigiendo el caos que está a punto de formarse.

Cuando nuestro coche entra en la terminal de autobuses, damos gracias de que Mohamed nos haya traído en lugar de un taxi. Lo que nos ha robado, bien robado está. Si hubiésemos venido por nuestra cuenta en un taxi nos hubiese sido imposible encontrar nuestro autocar. Cientos de autobuses en interminables hileras preparados para salir a las 6 de la mañana. Un caos aparentemente controlado.

Faltan cinco minutos para las 6 cuando llegamos a nuestro vehículo, que ya estaba saliendo. Nos metemos como podemos y nos sentamos sin ningún orden. Pero ya no nos importa, estamos sentados y saliendo de la ciudad.

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A las seis de la mañana con las primeras luces, se inicia la salida. La ley del más fuerte es la que impera en esta especie de pistoletazo horario. Los autocares se rozan mientras la gente, que aún anda perdida se mezcla entre los gigantes con la esperanza de encontrar su butaca.

Hemos recorrido más de 200 kilómetros y la carreta atraviesa un parque nacional. La visión de elefantes, jirafas, antílopes, cebras…, no estaba incluida en el precio del billete. Las señales de tráfico de la carretera marcan un límite de 30 kilómetros hora en algunos tramos. Nosotros vamos a casi 100.

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Después de más de 300 kilómetros y seis horas de viaje sin pararnos a nada, el cuerpo empieza a notar la paliza. Para colmo, al lado de Jorge, que está sentado al lado del pasillo, se ha pegado una mujer entradita en cintura que se sienta en una caja en el medio del pasillo. Realmente no entendiendo el enfado de Jorge después de pasarse varias horas masajeado por la buena señora que además llevaba a un niño que cambió el color de los impolutos pantalones de aventura de mi compañero con sus aceitosas manos de grasa de patatas fritas.

Han pasado ocho horas desde nuestra salida cuando por fin llegamos a Ifakara. Descendemos del autobús y…ahora qué? Nos hablan de varios hoteles y decidimos ir al que mejor pinta tiene. La verdad es que es todo un lujo impensado cuando uno mira sobre el mapa el lugar en el que estamos.

Por la noche, después de la cena, nos encontramos con Mister Heineken, como era llamado por una de las camareras. No hace falta explicar su apodo. Ha creado una ONG para hacer pozos en África con la ayuda de los gobiernos. Como está tan harto de ver agua, prefiere sustituir este elemento por cerveza al llegar la noche, otra forma de repeler a los peligrosos mosquitos de esta región.

Nos invita a ir con ellos al día siguiente para ver la forma de trabajar para acceder hasta el agua. Con esa invitación y después de hacer una serie de flexiones sobre el suelo para demostrar que a los 72 años uno se puede encontrar como un chaval, nos vamos a dormir.

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