Lo que empezó siendo un viaje en tren se ha transformado en un viaje multitransporte. La falta de información para saber el estado de los diferentes desplazamientos por el sur de África nos está llevando a una continua improvisación, una especie de yincana en la que avanzar kilómetros es ya un logro. La jornada de hoy no será una excepción.

Salimos del hotel en taxi hacia la estación de autobuses ya que la línea de ferrocarril de viajeros desde Gaborone hasta Sudáfrica ya no está en funcionamiento. Al llegar a la estación hay que buscar el autocar que nos llevará hasta la población más cercana a la frontera. Por suerte somos los primeros en subir, por lo que nos quedamos en plazas delanteras.

Mi compañero de asiento se ofrece a acompañarnos hasta la misma frontera una vez que lleguemos al final del recorrido en bus. De nuevo otro taxi durante 5 kilómetros para llegar al control de salida de Botswana.

Después de un rápido trámite en la policía de inmigración de salida, cruzamos una barrera para iniciar las formalidades de entrada en Sudáfrica. Por primera vez no tenemos que rellenar ningún papel y sellamos los pasaportes en menos de cinco minutos. Salimos de la caseta de inmigración y dos policías de aduana nos piden los pasaportes, y no para comprobar que están sellados, sino para entablar conversación. Una charla en la que uno de los policías termina por cogerme  un billete de 20 dólares preguntándome si se lo daba. Mi reacción no se hizo esperar. Un no tajante entre sonrisas y la cara que le puse, fueron suficiente para que me devolviese el dinero.

En dos ocasiones nos preguntaron dónde estaba nuestro vehículo, pregunta que ahora entendemos ya que a la salida de la aduana no hay ningún tipo de transporte para ir hasta Zeerust, la primera población de Sudáfrica, lugar en el que cogeremos el siguiente tren para llegar hasta Johannesburgo.

Otro policía nos dice que tenemos que hacer auto stop para seguir, pero que no nos preocupemos ya que él se encargará de buscar quien nos lleve. Al cabo de unos 15 minutos sale de la barrera de la aduana un enorme camión remolque de siete ejes y treinta toneladas cuyo conductor nos invita a subir después de que el policía hablase con él.

El policía me dice algo muy rápido en un inglés difícil de entender, pero comprendo que me está pidiendo dinero por la gestión. Jorge sube a la cabina y a continuación yo hago lo mismo. El policía sujeta la puerta impidiendo que ésta se cierre. Está claro… 100 rands (8 euros) y seguimos camino en este elefante de la carretera. Curioso que Sudáfrica sea el país más rico de todos los que hemos recorrido y sin embargo ha sido el único en el que hemos pagado mordida a la policía. Un signo que confirma los avisos de prudencia que debemos tener en este país y que continuamente hemos recibido a lo largo de nuestra ruta.

En Zeerust nos despedimos de nuestros amigos del camión. Ahora, la siguiente prueba consiste en buscar un alojamiento que había reservado por internet por la mañana, antes de salir de Gaborone. Preguntamos y nadie nos sabe decir ni dónde está ni dónde se encuentra esa dirección.

En una hamburguesería volvemos a preguntar a un hombre blanco que no tiene ni idea, pero que sin embargo se ofrece a que lo busquemos a bordo de su flamante Volkswagen Tiguan. Al final, lo encontramos, pero nuestro amigo, llamado Evert, nos aconseja anular la reserva ya que  el alojamiento se encuentra en una zona de la ciudad bastante insegura. Le hacemos caso y nos plantamos en la zona noble, un área residencial de Zeerust habitada en su mayoría por blancos.

Evert, de origen holandés,  nos deja en el Lodge.  Pero antes de irse nos ofrece una bolsa con hamburguesas, patatas fritas y Coca Colas que se había adelantado a pedir para nosotros sin conocerno nada más vernos en la hamburguesería. Una hospitalidad con la que no contábamos, fue una especie de Ángel de la guarda, algo a lo que ya no estamos acostumbrados en nuestra sociedad.

 

Texto de Jorge:

Trenafricana y Edward Murphy.

Capítulo 2.

 

La opción de compartir “coche privado” como sucedáneo del taxi, es muy popular en todo el continente, aúna las tres bes y arrasa en el segmento de traslado aleatorio e independiente por su horario libre.

El tren llegó a Kapiri Mposi, Zambia, antes de amanecer y con la puerta del compartimento también medio soldada, arte en el que íbamos superándonos. Antes de poderla liberar, el tren empezó a titubear de nuevo anunciando su salida y hubo que saltar al anden sobre la marcha por la ventanilla, que se vengó de mi cerrándose de golpe sobre mi mano izquierda. Memorable…

Al parecer, pasear por Kapiri de noche resulta tan emocionante como acercarse a una manada de leonas mientras devoran su ñu recién abatido, así que nos sentamos en el suelo de la estación a elegir fotos para el blog, en compañía de unos doscientos lugareños y de tres forasteras europeas poco comunicativas, mientras se esperaba al seguro amanecer.

Al alba, un taxi nos dejó en una gasolinera, supuesta parada de autobús para Lusaka, pero como no aparecía, ni nadie confirmaba el horario, un empleado de la estación de servicio se apiadó y empezó a parar automóviles a ver si alguno nos llevaba.

Al poco, nos hizo una seña para que nos acercáramos a un turismo Toyota blanco, de tamaño medio. Saludamos, negociamos precio, subimos equipaje y a Lusaka. Unos metros más adelante, un local se sumó al club recién creado.

Después de cruzar las primeras preguntas de cortesía, a gritos por cierto, le pedimos al conductor que bajara el volumen delirante de la radio… otra pandemia zambiana altamente contagiosa. 

El tipo venía del norte donde vivía con su familia, para trabajar en la capital de lunes a viernes en el sector restauración.

A los 15 minutos Juan y yo, nos planteamos bajarnos ya de esa mala elección. Lanzados a 150km/h, sobre el asfalto húmedo, con el tipo hablando por el móvil, dando quiebros de volante inopinados y pisando el acelerador a golpecitos, como si marcara el compás del reguetón africano de la radio, haciéndonos cabecear a los cuatro de adelante a atrás como anormales clónicos.

Pero ahí no quedaba la cosa, la atmósfera interior del coche era hasta denunciable. El tarado había tapizado todo el salpicadero con la piel de un animal blanco de origen desconocido, de largas crines que ya amarilleaban, con polvo de miles de kilómetros a sus espaldas y probablemente habitado por innumerables especies de artrópodos de gran interés para la ciencia. A cada bache, badén o volantazo, el pellejo se me venía encima del regazo y me provocaba una súbita reacción alérgica con series periódicas de tres estornudos.

Era demasiado, en la siguiente localidad le ordenamos parar en la gasolinera… y algo escocidos por la experiencia, nos acercamos a la parada de los chicken-bus, opción que resultó muy seductora, como corresponde al valor relativo de la capacidad de adaptación humana.

Uno de los símbolos más emblemáticos del entorno plurinacional de las Cataratas Victoria es el puente que une Zambia y Zimbabwe, sobre el río Zambeze.

Construido en 1904, es una escultura metálica de la ingeniería de la época, con una solera y un magnetismo, bárbaros. Tanto es así, que aunque lo cruzan el tren y todos los vehículos de tracción mecánica, lo que priva es hacerlo andando. Y así fue. Una sensación de esas que nunca se olvidan del todo, como siempre que pisas lugares desde los que algún siglo de Historia te contempla… Luego, los tres kilómetros de carretera de tierra de nadie hasta el paso fronterizo zimbabwense, sin prever taxi, cargados con las mochilas, las bolsas de cámaras y la maleta amuleto de Andrés bajo el sol del verano austral, tampoco creo que pasen al olvido.

El tren de Victoria Falls a Bulawayo, es merecedor de foto de portada cuando está ahí, enmarcado por la estación mejor conservada y más bonita de todas las coloniales. Es como el bastoncillo de chocolate diametral sobre un enorme pastel de boda británico.

Luego cuando subes al tren, el romanticismo deja paso a la cruda realidad, propiciada por la mala situación de las arcas públicas del país: te encuentras en el peor, más destartalado y desaseado convoy de todos los sufridos. Lo más nauseabundo es que los compartimentos diseñados en milnovecientospoco, época donde sólo subía al tren gente civilizada, incorporan lavabo metálico plegable debajo de un armario rinconera con espejo de cortesía, para un aseo superficial e improvisado… pues bien, imagine querido lector el nivel de olor a ácido úrico acumulado en unos 50 años de democratización paulatina del turismo, agudizado en este siglo XXI con su crisis de valores. Pasemos página.

Continuará…

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