Ante la falta de ferrocarril, la única opción que nos queda para llegar hasta Johannesburgo  es el taxi colectivo, una furgoneta con capacidad para 14 personas. Tenemos que esperar a que ésta se llene para iniciar la ruta de unos 230 kilómetros que nos separan del aeropuerto.

Inmensas llanuras de granjas y cultivos de maíz, decoran las cerca de tres horas de travesía que termina en las cercanías de la gran ciudad. Conforme nos vamos acercando, se incrementan nuestros temores a ser depositados en medio de Johannesburgo.

Por suerte, hoy tenemos un nuevo Ángel de la guarda. Se llama Cloudina y es una simpática sudafricana entrada en carnes que nos dice que también tiene que ir al aeropuerto. Por eso, cuando llegamos al final del primer tramo, le digo a Jorge que ni se me ocurre despegarme de ella. Por lo menos nos organizará un traslado que de haber llegado solos se hubiese convertido en una auténtica búsqueda del tesoro.

Cloudina pregunta por aquí y por allá en un parking repleto de furgonetas. Al final, cargamos nuestro equipaje en otra que nos llevará hasta el centro de la ciudad.

La visión de los grandes edificios nos anuncia la proximidad del centro. Los blancos que circulan en sus coches y pasan al lado de nuestra furgoneta se nos quedan mirando con cara de sorpresa. Parece que no dan crédito que en esta ciudad haya blancos que viajen en estos transportes.

Ya estamos circulando por el centro de la gran urbe. Jorge se quita el reloj de su muñeca y me invita a hacer lo mismo. Recuerda las palabras de Mike, el blanco del Lodge de Zambia, que nos advirtió que ni se nos ocurriera pasear por Johannesburgo con reloj o algo ostentoso como puede ser una cámara de fotos. Pero además, el dueño del Guest  House de Zeerust, también blanco, nos acababa de decir hace unas horas, el riesgo que corremos viajando del modo que lo estamos haciendo. Pero, qué otra cosa podemos hacer? No hay trenes ni autobuses, ni vehículos privados, al igual que en Zambia o en Zimbabwe, para poder desplazarnos.

 

Por primera vez siento una tensión, a la que bien podría llamar temor, fruto de lo que nos rodea y vemos desde la ventanilla. Un auténtico Down Town poblado de miles de personas, un verdadero hervidero humano. Las calles parecen haber sido tomadas por una especie de marea humana de color negro. No hay blancos, nosotros somos los únicos. Las miradas de algunos de ellos nos terminan inquietando aún más. Llegamos a una plaza repleta con cientos o miles de furgonetas taxi entre las que deambulan personajes sacados de alguna película del fin del mundo. Un extraño individuo empujando una carreta llena de cabezas cortadas de animales, otros vestidos de rasta callejeros, tullidos… personajes reales pero que nos hace sentir actores de una película futurista, un ambiente apocalíptico.

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Y aquí, en esta plaza, nuestro conductor nos dice que ya hemos llegado al final del trayecto, que tenemos que buscarnos la vida para encontrar otra furgoneta que nos lleve hasta el aeropuerto. Descender aquí? Ni loco. Incluso la señora, del  mismo color que los que nos rodean, se niega a salir y habla con el conductor para que, pagando un poco más, nos lleve hasta el taxi que buscamos.

El conductor desconoce dónde puede estar, por lo que coge a un chaval provisto de un chaleco fosforescente que pone security para que nos guíe por los entresijos de este laberinto. Drogado o borracho, no sé muy bien, pero nuestro security guide transmite de todo menos seguridad. Nos estará conduciendo a una trampa? Ahora estamos en sus manos. De ocurrir algo, no tendríamos la menor oportunidad de salir indemnes.

Llegamos junto a otra furgoneta en una calle perdida. El conductor y el guía empiezan a discutir por dinero. En estos momentos no nos importa lo que tengamos que pagar, queremos salir de aquí lo antes posible. Le damos una cantidad superior a la entregada por el recorrido que habíamos realizado y montamos en el taxi que por fin nos sacará de aquí. Faltan tres personas para que se llene y poder salir. Son cinco minutos de tensión hasta que el vehículo arranca.

Durante los casi 20 kilómetros que hay hasta el aeropuerto me fijo en cómo son las casas de los blancos que viven a las afueras del centro de la ciudad. Casas protegidas con verjas, rejas en todas las ventanas, incluso en las puertas y perros de raza rottweiler y similares. Menuda manera de vivir¡¡ Dicen que Ciudad del Cabo es otra cosa, menos mal.

Ya hemos llegado al aeropuerto. Sentimos un gran alivio y descanso. Y, aunque parezca mentira, por primera vez no he tomado ninguna foto. No me la he querido jugar en el último momento ya que hubiese podido significar, como mínimo, la perdida de las cámaras y el material conseguido. No merece la pena. En estas situaciones hay que saber hasta dónde te la puedes jugar y, creedme, hoy no merecía la pena. Nos quedamos con la experiencia y con el especial city tour por Johannesburgo.

En el avión recordamos algunos de los momentos y experiencias vividas. No hemos parado ni un solo momento, hemos cruzado 5 países, recorrido miles de kilómetros, empleado multitud de transportes, conocido a todo tipo de gente y dando por bueno las incomodidades y fatigas sufridas. Atrás queda media África. Qué nos esperará en la otra media mitad?????

Os dejo con algunas imágenes no publicadas de nuestra experiencia africana. Gracias por haber seguido y apoyado el blog. Hasta pronto.

 

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