Carromatos tirados por burros y mulas; bicicletas; furgonetas abigarradas de un sinfín de productos; personajes envueltos en turbantes; velos y chilabas, van llegando al centro de Tagounite. Es jueves y día de mercado en esta pequeña población al sur del Valle del Draa en Marruecos. La peculiar peregrinación va entrando en el recinto del zoco con el fin de aprovisionarse de alimentos o vestimentas a un precio mucho más asequible que en las tiendas habituales.
En el centro de la ciudad, las elevadas paredes de tierra del increíble mercado, son el escenario de una especie de teatro imaginario al que acuden personajes dispuestos, no solamente a comprar, sino también a cuchichear, a cerrar tratos, a conspirar, a criticar, o simplemente a pasar unas horas entretenidos por el bullicioso mundo que les rodea. Personajes en los que se puede vislumbrar y casi leer, la cultura tradicional de esta zona sahariana. Entre sus muros de barro se guardan secretos y se comparten momentos de intimidad.
Para mí, el mercado se ha convertido en un gigantesco estudio en el que todo se encuentra en continuo movimiento. Multitud de escenas y situaciones que tienen que ser analizadas en décimas de segundo para conseguir el disparo deseado. Me enfrento a complejas composiciones por la cantidad de elementos que se entremezclan en el pequeño cosmos que me rodea.
En décadas de viajes por Marruecos he podido disfrutar de los más variopintos mercados. Sin embargo, algo ha cambiado en mi manera de ver este maravilloso mundo en el que todo se compra y todo se vende. Una especie de túnel del tiempo que me recrea momentos del pasado que por desgracia han quedado en el olvido o para las páginas de algunos libros fotográficos. Y, sin embargo, puedo hacer que mi cámara de fotos dé la vuelta al tiempo mostrando escenas de un pasado glorioso en un presente con un futuro incierto.
Ante este aparente desconcierto, la fotografía no puede seguir las reglas de las que muchos fotógrafos no saben prescindir. Para mí no existen normas, ya que en la captura o “caza” del momento se está atrapando una fracción de tiempo, de segundo, de historia, que permanecerá en el recuerdo de un cliché. Un fotógrafo me hizo reflexionar sobre lo que puede representar uno de esos instantes inmortalizados en un disparo. Cuando programo mi cámara a 1/100 de segundo, es lo mismo que decir que viendo 100 de mis imágenes se está contemplando 1 segundo de mi vida. Cada fotografía ha conseguido encerrar y encapsular momentos de energía y de emoción.
Las emociones visuales son las que terminan apretando el disparador. La concentración en las escenas que me rodean, aviva mis reflejos a la hora de seleccionar y congelar ese aislamiento figurativo dentro de un movimiento caótico.
En gran parte de las imágenes aparecen cuerpos sin rostros, personajes reducidos a simples volúmenes en los que no existen expresiones faciales. Los cuerpos se diluyen en el entorno confiriendo a la escena gran fuerza visual. Velos y turbantes crean situaciones misteriosas o incluso sensuales.
Los colores convierten el momento en algo más físico. Sin embargo, en muchas ocasiones el blanco y negro transforma la representación en algo más abstracto e intelectual. La falta de color obliga a interpretar y analizar la escena de otra manera. Es como si esa carencia avivase la necesidad de comprender lo que está ocurriendo.
Me dejo llevar por el instinto para atrapar momentos irrepetibles. Para ello, tengo que estar solo, sin nadie que me acompañe y pueda apartarme del estado de concentración que me permite escudriñar el escenario de otra manera. Todo sucede en fracciones de segundo. Las interpretaciones de este teatro pueden contemplarse desde la “primera fila”, o desde “el palco”. Rozando a los actores, o siguiendo la escenificación desde la lejanía. La decisión supone trabajar con un gran angular o con un teleobjetivo. El primero crea una perspectiva en la que los personajes van asociados al entorno, es como si quisiéramos formar parte de lo que estamos capturando. Sin embargo, lo más difícil es estar juntos a ellos y pasar desapercibido.
Desde ese “palco”, el teleobjetivo nos sumerge en los detalles, aplastando los diferentes niveles de escenas en una sola dimensión. Permite destacar y aislar personajes surgidos de entre los caóticos juegos de luces y sombras. Éstas últimas, silueteando en negro objetos o actores del momento, hasta que aparece uno de los protagonistas de la función.
Muchas de las escenas capturadas precisan de una interpretación. El caos de gente, colores, objetos, luces y sombras, crean abstracciones para que el espectador tenga que sumergirse entre la realidad y lo imaginario. En definitiva, un reflejo más de la sociedad en la que nos ha tocado vivir.