Siempre recordaré aquellas imágenes de seres extraordinarios apareciendo de entre la polvareda formada por el paso de carromatos y animales con cuernos, surcando las vastas extensiones semidesérticas del norte de Senegal. Una aridez rota por las siluetas fantasmagóricas de los baobabs. Árboles que, según el Principito, contienen semillas que albergan miedo, inseguridad, decepción y rabia. Sin embargo, los miedos fóbicos los tengo controlados gracias a las enormes dosis de adrenalina que se genera al ver que mis sueños se están convirtiendo en realidad. Cuantas narraciones, descripciones gráficas y fotografías de antiguos exploradores en terrenos deshabitados y faltos de vida aparente en esta franja del Sahel, han pasado por mi retina. Ahora, en la región del Ferlo, al norte de Senegal, puedo palpar, sonreír, fotografiar y admirar a esos seres extraordinarios. Y, a pesar de lo que se dice en el Principito, el baobab es nuestro guardián durante la primera noche que acampamos en este fabuloso rincón africano.

Una depresión formada por una red hidrográfica, seca en la actualidad, es lo que se conoce como el valle del Ferlo. En esta zona viven cerca de 90.000 Peul, grupo étnico predominante que ha conseguido adaptarse a un ciclo anual marcado por las lluvias y la sequía, lo que conlleva continuos movimientos acompañados de su bien más preciado: los rebaños de ganado. Sin embargo, este ciclo se ha visto afectado por la escasez de lluvias que por desgracia está padeciendo gran parte de nuestro planeta. La media de precipitaciones anuales ha descendido a la cuarta parte en la última década, lo que conlleva una falta de recursos acuíferos para los animales, así como una escasez de pastos con los que alimentar miles de cabezas de ganado. Prueba de ello, la imagen de bosques raquíticos en las que los árboles parecen prolongación de la hierba.

Mis seres extraordinarios, los Peul, también conocidos como Fulani, se corresponden a una población de muy diversos orígenes que se ha ido mezclando a lo largo de multitud de migraciones. Muchos son descendientes de Wolof, Mauras o Tukuler y se nota en su aspecto de trazos finos, pelo rizado, tez cobriza y extremidades delgadas, razón por la que algunos los denominaban en la antigüedad los “trashumantes de las piernas delgadas”.

Al igual que en la mayor parte de las tribus africanas, los tatuajes faciales les diferencian de otros grupos étnicos. En el caso de las mujeres, es llamativo como símbolo de su tribu, el aspecto de los labios, gruesos y negros. Cada vez que una niña llega a la edad adulta, sus labios se tatuarán según la costumbre tribal. Primero se les aplica carbón negro y luego se utiliza una aguja de madera para pinchar en ellos. Durante todo el proceso no se emplea ningún tipo de anestesia, lo que produce un dolor que tiene que ser llevado con resignación para demostrar su valor. Al cabo de casi dos horas los labios se volverán grandes y sexis. Es evidente que los cánones de belleza son diferentes en todas las sociedades y culturas. Las escarificaciones, los platos labiales y los labios negros e hinchados, son ejemplos de tradiciones que no debemos criticar sino más bien aceptar y respetar.

Muchas de las mujeres se perforan las orejas y se insertan anillos o grandes aretes de oro retorcidos. Igualmente, suelen ponerse un pequeño anillo de oro o plata en sus fosas nasales. Las jóvenes tienen en sus muñecas y tobillos varios anillos de plata o cobre que simbolizan su riqueza. Sus formas de decoración corporal siempre me han llamado la atención por la belleza del resultado final. Cada vez son más los diseñadores de moda que se inspiran en las mujeres Fulani para sus nuevas creaciones. Al igual que sucede con la mayoría de los grupos Peul, en el momento del nacimiento a los niños se les colocan unos amuletos de cuero para garantizar su virilidad y a las niñas otros de diferente diseño para asegurar su fecundidad. Otro aspecto interesante es observar las similitudes que tanto hombres como mujeres tienen a la hora de acicalarse. A pesar de la diversidad de peinados entre las mujeres Fulani, la mayoría de las veces los hombres se peinan de la misma manera. Igualmente, es habitual ver hombres con los labios y encías ennegrecidas.

Nuestro viaje no tiene un rumbo preciso. Fluimos a través de la aridez y sequedad que nos rodea. Las líneas y huellas del paso de los animales son una especie de brújula que nos hace variar el rumbo. Líneas que siempre confluyen en algún pozo o punto de agua, los verdaderos “meeting point” de África. En la lejanía se divisan las modernas torres de “oro líquido” llamadas “forage”. Son como los faros de las costas marinas, pero aquí, en medio del desierto. 

 Conforme nos acercamos, el ambiente parece transformarse. El horizonte se tiñe de un polvo anaranjado creando bajo el sol un halo casi mágico. Es entonces cuando la escena se completa con los sonidos de miles de cabezas de ganado cuya larga cornamenta parece rasgar la atmósfera de vida que nos rodea. Y, en medio de este espectáculo, los pastores Peul dirigiendo una función que no ha cesado a lo largo de los siglos.

La mejor experiencia consiste en formar parte de la escenificación. Abandonar el vehículo y adentrarse en la gigantesca burbuja de vida procurando que tus sentidos te conduzcan, sin ser pisado, entre los cebúes y los pastores. Vara en mano, corren de un lado a otro para controlar su rebaño. 

Después de muchos años de encuentro con estos pastores, para mí, sigue siendo un misterio sin resolver cómo hacen para no perder a sus animales mezclados en este caos de miles de patas moviéndose de un lado a otro. Puede que la estrecha relación de los Peul con sus rebaños, relación casi familiar, sea la clave de este orden en tal “desorden”.

Noche de luna de llena. Son las 04:00 a.m. y algo me catapulta hacia el exterior de la tienda de campaña. Hemos acampado junto a una aldea de semi-nomadas Peul. Cabañas formadas de ramas, telas y algunas pieles de animales. A pocos metros, la tenue luz de la luna y el resplandor de los rescoldos de una hoguera, descubren a un pastor en su primera oración. Después, se interna en la choza y conversa con los otros miembros de la familia. Permanezco inmóvil observando lo que a cada momento se presenta ante mis ojos. Empieza a clarear y el pastor sale de su cabaña bastón en mano, para acercar al campamento algunas de las vacas que pastaban en los alrededores. Dos mujeres se acercan a uno de los animales provistas de un par de calabazas y comienzan el ordeño matinal.

Al ser la época seca, los hombres de la familia juntan a los cebúes para conducirlos hasta el pozo situado a 10 kilómetros del campamento. Una acción repetida cada dos días. Mientras tanto, me acerco a la aldea para observar más de cerca un modo de vida que en nada ha cambiado con el paso de los siglos. Me invitan a entrar en una de las chozas a beber un té. Un ritual no apto para nerviosos, estresados o apresurados. Un ritual rodeado de paz y de misticismo que suele durar más de una hora. Una especie de adaptación al enorme tiempo que queda libre en sus tareas diarias, sobre todo en las horas del mediodía. Y más aún durante la estación de las lluvias, ya que al tener el agua y los pastos junto al campamento y no tener que desplazarse hasta los pozos, el tiempo libre es todavía mayor.

Al atardecer, los animales se vuelven a concentrar junto al poblado, las hogueras recobran su valor, los cuencos de madera resuenan rítmicamente mientras las mujeres muelen el mijo, los niños juegan con semillas… Una vida lenta, casi soñolienta, en la que el rico vive como el pobre y el pobre como el rico. El Peul rico tiene muchas vacas, pero para mantenerlas tiene que vivir una vida tan simple y sencilla como la del pobre. Lo único que puede envidiar el pobre es el número de cabezas de ganado.

Sin embargo, durante los últimos años hay circunstancias que pueden cambiar un modo de vida que ha permanecido inalterable durante décadas. Las carreteas están empezando a internarse en el Ferlo. Las superficies destinadas a la agricultura se están extiendo por un suelo que hasta el presente sólo ha sufrido el paso del ganado. Esperemos que esa rivalidad existente entre nómadas y sedentarios no termine por desestabilizar un orden establecido y respetado a lo largo de generaciones.

La sedentarización requiere una serie de condiciones para que el tan ansiado progreso se realice de un modo positivo. De nada sirve crear expectativas de bienestar para llegar a un punto ciego que corte el avance generando frustración y por ende miseria. Muchos son los ejemplos que nos ofrece la historia de pueblos nómadas obligados, por diferentes razones, a sedentarizarse perdiendo de este modo su identidad cultural. Prefiero quedarme con una frase en inglés escuchada a un niño Peul hace algunos años: “I FEEL FREE”

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