Merzouga o Chegaga son los dos nombres que más se escuchan cuando alguien se refiere al desierto marroquí. Sin embargo, la extensión del desierto del Sáhara, el más grande del mundo con sus 9.200.000 kilómetros cuadrados, no está formada únicamente de dunas o grandes extensiones de arena. El ejemplo lo tenemos en el sur de Marruecos. Más cerca de lo que uno se pueda imaginar, hay espectaculares museos al aire libre que, alejados de las aglomeraciones, permiten saborear el aparente vacío en su máxima expresión. Un arte abstracto cargado de una energía difícil de explicar. 

Ante nuestros ojos, ante los ojos de aquel que sabe mirar y dejarse llevar por sus formas infinitas, lo que se percibe es una obra de arte que aparece reflejada en multitud de combinaciones de roca, grava y arena. Y, como colofón a ese decorado, la luz. Una luz que permite ver el mismo escenario diferente a cada instante.

Según se mire, el cierre de fronteras acrecienta la sensación de soledad y paz para los que ya estamos en Marruecos sin posibilidad, por el momento, de salir. Ante esta situación, ¿qué mejor opción que emprender, de un modo sosegado, la exploración de lugares tan próximos en la distancia y tan desconocidos para nuestros sentidos? Por esa razón, decidimos lanzarnos a la aventura, a lo inédito, sin rumbo fijo, sin tiempos ni programas que cumplir.

Un viaje de una semana en la que los acontecimientos los marca el propio destino o mejor dicho, lo que nos dicta nuestras sensaciones a cada momento. Tres amigos sobre tres camellos mecánicos, una especie de caravana de Reyes Magos que en esta ocasión no viajan para entregar regalos, sino más bien para recibirlos a través de nuestras miradas.

El valle del Draa,  alberga el mayor palmeral del mundo, pero también una herencia cultural fruto del paso de miles de caravanas. Junto a esta línea de vida, se descubren escenarios en el que durante siglos, oasis y desierto han sabido vivir en perfecta armonía. Entrar en este medio supone aceptar sus reglas.

Frio y calor, calma y tempestad, silencio y estruendo… contrastes y reglas impuestas por el entorno para entender y sacar provecho de cada situación. Hay una frase de Paulo Coelho que lo expresa muy bien: «La simplicidad es el corazón de todo. Si miras al desierto, aparentemente el desierto es muy simple pero está lleno de vida, está lleno de lugares ocultos y la belleza es que se ve simple pero es complejo en la forma en que expresa el alma del mundo». 

Al final de cada jornada la luz toma el eterno relevo con la oscuridad. Una oscuridad que permite encontrarse con uno mismo en compañía del fuego, sempiterno elemento que ha acompañado al hombre desde el inicio de los tiempos. Y, al igual que nuestros antepasados, procuramos que éste se mantenga encendido. Nos vemos reflejados en esas llamas que iluminan todo lo que nos rodea. Llamas que parecen encender nuestro deseo de seguir despiertos mientras nos recarga con su energía y nos embriaga con sus misterios.

A las tres y media de la madrugada siento el impulso de salir hacia el exterior de la tienda de campaña. La luna llena me catapulta hacia la arena. ¡Qué momento tan fascinante! Observo, percibo y capto, la magia del lugar durante esas horas en las que parece que nada puede ocurrir. A pesar de los cero grados que marca el termómetro, sólo siento bienestar y una paz absoluta. Intuyo las formas de lo que hasta hace pocas horas eran tangibles formaciones de roca, arena y espacio infinito. Ahora, el desierto te invita a crear e imaginar un escenario de duendes en el que tú formas parte de la representación.

El poeta mejicano Octavio Paz decía que la realidad es más real en blanco y negro. Desde un punto de vista fotográfico estoy totalmente de acuerdo. El color lo pones tú añadiendo ingredientes marcados por la sensibilidad del momento. En tu interior, la imaginación va añadiendo al lienzo los tonos que el mundo figurativo de tus sentidos percibiría como bello. Mostrar el desierto en blanco y negro es más dramático. Permite resaltar detalles que de otro modo pasan desapercibidos. 

En una sociedad donde la falta de libertad comienza a ser una constante, asistir en medio del desierto al espectáculo de independencia que las nubes nos ofrecen a cada momento, es todo un respiro de aire puro para nuestras emociones. Son los mejores pintores del cielo, los que mejor saben jugar con el sol, con las luces y las sombras. Son creadores de momentos únicos e irrepetibles. Por eso, las jornadas que estamos viviendo suponen un auténtico despertar de nuestros sentidos.

Las nubes van y vienen, las montañas permanecen. Por el contrario, nosotros decidimos entre la quietud y el movimiento. El desierto es una auténtica escuela de vida y superación. Un aula grandiosa, cercana y al alcance de todos. Sólo hay que entrar y dejarse llevar. 

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