Hace menos de dos meses me encontraba en el sur de Etiopía conviviendo y obteniendo imágenes de pueblos que hasta la fecha han sabido mantener costumbres que poco han cambiado con el paso de las décadas. Sin embargo, parece que el mundo tecnológico en el que vivimos está consiguiendo que las tradiciones ancestrales sucumban ante la imparable globalización de nuestro planeta. Por esa razón, he vuelto nuevamente a este escenario tan grandioso formado por la Gran Falla africana, el Rift Valley.

Los mal llamados pueblos primitivos, nos muestran valores que dudo se puedan conservar para las generaciones futuras. Fotografiar cada una de las tribus que conforman el caleidoscopio étnico del este de África, me llena de emociones que difícilmente puedo obtener en el rutinario modo de vida de las sociedades occidentales. Cada cliché, cada disparo de cámara, me hacen sentir que de alguna manera estoy contribuyendo a salvaguardar modos de vida que, ahora más que nunca, corren el riesgo de desaparecer.

Conforme pasan los días, las montañas y bosques al este del lago Baringo y al sur del lago Turkana, nos sumergen en un espectáculo étnico y humano como en pocos lugares de nuestro planeta. La transición del modo de vida urbano a lo que pudieron presenciar los primeros viajeros y exploradores del continente africano, lo podemos observar en Maralar, final de la carretera asfaltada. En sus calles se observan escenas que pudieran parecer anacrónicas. Imágenes de un pasado conviviendo en una actualidad culturalmente diferente. Personajes provistos de cuchillos y lanzas, con coloridas indumentarias adornadas con pendientes y collares de mil colores, se entremezclan con señores de chaqueta y corbata o señoras con pamelas y paraguas.  

Mientras avanzamos por las orillas del lago Baringo, descubrimos las primeras aldeas de los Pokot. Desde que la carretera asfaltada ha llegado hasta los márgenes del lago, las costumbres tradicionales han comenzado a desaparecer. Pocas son ya las mujeres, sobre todo entre las jóvenes, que portan el collar ornamental que diferencia a las casadas de las solteras, o las faldas elaboradas de fibras que las han caracterizado a lo largo del tiempo.

La pista de tierra que nos conduce desde Maralar hacia el norte, asciende hasta casi los 2.500 metros de altitud. Nos adentramos en bosques de un verde intenso al que ya no estoy acostumbrado. El recorrido es lento y pedregoso. Difícil superar los 30 kilómetros por hora, por lo que la población local puede tardar varios días en llegar a su destino utilizando los transportes locales.

Las luces mágicas del atardecer acentúan la grandiosidad y el misterio del bosque encantado en el que nos encontramos. Las ramas de los gigantescos árboles centenarios crean formas casi irreales a través de las cuales aparecen y desaparecen personajes que parecen evitar nuestro encuentro. 

Por doquier, niños, mujeres y hombres, encargados de ir conduciendo los diferentes rebaños hacia los rediles en los que pasarán la noche. Estamos en una aldea Samburu, pueblo que comparte con los Masai gran parte de su cultura e incluso de su lengua.

Los hombres desde que son pequeños atraviesan por diversas etapas. De niño pasan a joven pastor y posteriormente a “imurran” o guerrero. La vida de este pueblo se ha caracterizado por continuas guerras con otras tribus como los Gabra.

Se dedican al pastoreo. Los más pequeños cuidan de las ovejas y los jóvenes de las vacas. Uno de ellos se ha quedado junto a nuestras tiendas en el campamento que hemos instalado junto al río. Mientras dos rangers armados con Kalashnikov montan nuestra seguridad, el joven, que se afana por mantener la hoguera encendida, me pregunta sobre la vida en el país en el que resido. Me comenta que no tiene camellos porque son muy caros y que sólo tiene cinco gallinas para producir huevos.

La lluvia no cesa y hace peligrar nuestro avance hacia Loiyangalani. Al llegar hasta uno de los numerosos ríos que tenemos que cruzar en nuestra ruta, nos encontramos con varios camiones atascados en medio del cauce arenoso. Algunos llevan casi una semana inmovilizados. O llega un tractor para rescatarles, o de lo contrario podrán ser devorados por la riada que se espera a lo largo de la jornada.

La visión del lago Turkana a la salida de una curva en medio de un dramático escenario de lava, es simplemente grandiosa. El contraluz de una acacia aislada en medio de tanta desolación crea una composición lunar de una belleza muy especial. De repente, en la lejanía y a contraluz, aparecen las primeras chozas de los Turkana. En sus orígenes eran un pueblo nómada y ganadero. Sin embargo, a las orillas del lago, la mayor parte de su población se ha vuelto pescadora.

50 kilómetros atrás recorríamos espacios que parecían sacados de escenas de la película Memorias de África y, de repente, tenemos ante nosotros uno de los escenarios más hostiles con los que un hombre puede, no sólo vivir, sino más bien sobrevivir.

La ciudad más importante de esta zona del lago es Loiyangalani, población a la que ni siquiera llega la electricidad y en la que se refugian tribus Turkana, Rendile y El Molo. 

La comunidad de El Molo vivía de la caza de cocodrilos e hipopótamos hasta que el gobierno decretó su prohibición. En la actualidad quedan relegados a dos pequeñas aldeas en las que sobreviven gracias a la pesca y a la confección de objetos como cestos y redes. Algunas de sus chozas ya han sido invadidas por el agua del lago porque, no sólo no se está secando sino que el nivel está subiendo mucho en los últimos años.

Continuamos nuestra expedición rumbo norte acercándonos a la frontera de Etiopía. Tiene que existir una línea que divida la belleza y la crudeza del escenario ante nuestros ojos. Sin embargo, no soy capaz de dar con ella. Es una sensación casi masoquista. Por un lado el cuerpo pide un alto, un momento de descanso. Sin embargo, las imágenes que se presentan ante mis ojos me piden seguir. Me siento insaciable. Lo quiero ver todo, quiero capturar cada momento, siempre único, que se presenta como una única función teatral. Ahora puedo disfrutar de estas escenas, pero, hasta cuándo?

Al tiempo que disparo mi cámara antes las fantásticas composiciones de agua, luz, cielo tormentoso, arena en suspensión y turkanas errantes, siento que el viento que nunca cesa, el sol y el calor, me están consumiendo al igual que a cualquier ser vivo que atreva a internarse en esta remota y apartada región.

Nos alejamos del lago Turkana hacia el este para adentrarnos en el desierto de Chelbi al encuentro de los Gabra, pueblo que se ha adaptado para sobrevivir en uno de los escenarios más hostiles del planeta. Son nómadas acostumbrados a seguir con sus animales hasta los lugares en los que puedan encontrar algo de agua. Su fisonomía y rasgos son somalíes, lo que a simple vista les distingue del resto de tribus que hemos cruzado a lo largo de nuestro periplo.

Sus chozas son más amplias y altas que las del resto de tribus. Viviendas que requieren de varios miembros del pueblo para su construcción. Palos trenzados, telas y pieles, forman el cómodo hogar de los Gabra si lo comparamos con sus vecinos Turkana o El Molo.

Nuestra ruta hacia Marsabit se ve frustrada por las inundaciones. El desierto se ha convertido en un mar en el que varios vehículos 4×4 y camiones se han visto atrapados desde hace un par de semanas.  Tenemos que buscar una vía para llegar de nuevo a Loiyangalani e intentar sortear las crecidas de los innumerables ríos que hemos vadeado para llegar hasta este punto. Lesham, mi guía samburu en esta expedición, tiene que evitar igualmente los puntos conflictivos por posibilidad de ataques o de riesgos de robo.

Hemos encontrado refugio en una aldea Turkana aislada en medio del desierto. La tormenta está a punto de caer sobre nosotros, por lo que pedimos al jefe del poblado que nos acoja en su interior. Los ancianos, que descansan bajo la sombra de una acacia, se reúnen para decidir en qué lugar podremos instalar nuestras tiendas de un modo seguro.

Antes del anochecer nos prohibieron encender las luces ante la amenaza de un asalto Gabra para apropiarse de ganado. Sin embargo, en ningún momento tuve la sensación de peligro. Acampar en el interior de la aldea permite vivir de un modo más intenso la cotidianidad y costumbres de esta etnia.

Antes de llegar nuevamente a Loiyangalani visitamos algunas aldeas Rendile. Pueblo ganadero cuya subsistencia depende totalmente de los animales, especialmente de los dromedarios. De ellos obtienen lo necesario para su supervivencia: carne, leche, sangre o huesos para la fabricación de diferentes herramientas. Su ornamentación se parece mucho a la del resto de las tribus de la zona. Las mujeres van profusamente engalanadas con collares, pudiendo llevar hasta 40 al mismo tiempo.

Cuanto más viajo más reflexiono sobre el próximo encuentro con mis “almas del ayer”. Almas de un ayer en un presente en el que a pasos de gigante nos vamos desprendiendo de nuestras raíces y de nuestro contacto con la tierra. No perdamos los valores que han creado al “homo sapiens” que llevamos en nuestro interior.

Una vez más, mi agradecimiento a Topo Pañeda, buen amigo que desde hace 30 años reside en Nairobi, por su inestimable ayuda en esta expedición.

Etiquetas:

Deja una respuesta